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domingo, 17 de septiembre de 2017

El Mu


Mu.
Adjetivo.
1. Onomatopeya habitual para referirse al mugido de la vaca.
2. Sobrecogimiento (ENCOGIMIENTO) que experimenta Majo al intentar algo de lo que no está segura.
[3. Sacudetelo no sirve para nada si acaso para la conservación de la vida en situaciones de riesgo de muerte]


A menudo, cuando no puedo hablar, lloro. Mi cabeza se vuelve un estropicio, las piernas y el cuerpo me tiemblan. Pero las palabras no abandonan las articulaciones de mis labios. Se arrojan, impotentes, incompletas, del borde de mis ojos.

A veces me encojo. Me hago muy muy pequeña.

A eso le llamo el mu.

Conforme he intentado explicarlo, más me encuentro con aspectos de su definición que me ayudan a intentar resignificarlo. Aunque no es fácil combatir ese empequeñecimiento.
El mu es eso que me paraliza cuando me enfrento al rechazo. En análisis, he descubierto que tengo un problema para afrontar el rechazo de cualquier especie. No es demasiado sorprendente: lo vengo arrastrando desde la primaria. No logré procesarlo tras ese "ya no me siento enamorado", y en casa -donde ... quisiera sentirme menos rechazada - lo hallo en expresiones como "sólo es un baile", en comentarios despectivos por parte de mis padres hacia mis gustos, mis preferencias. Fuera, lo miro de frente cuando alguien dice -en tono reprobatorio- "es que eres muy intensa".

El mu, es el estado en el que no me es posible hablar. Y no sólo de algo importante. El mu es la sensación de los fines de semana por la mañana, cuando nunca hablo de dónde estuve y qué hice. Qué vi con mis amigos, qué sentí, qué experimenté.
El mu lleva enredado ese "ah, qué estúpida" de mi padre en una madrugada, eso que mi madre vuelca sobre mí, sin dejarme espacio para explicar nada. Ese tono tajante y absoluto de mi hermano, que supongo le aprendió a ella, como si lo supieran todo.
Lo terrible es que el mu se traslada a no decir otras cosas, unas que tienen consecuencias más serias. Ahora, a veces creo que la única forma de hablar con mis padres son esas agotadoras -estúpidas- rutinas de interrogación -sin respuestas- donde preguntan "¿por qué no hablas?".

"Te recomiendo hablar de eso en análisis".

Siempre hablo en análisis. Allí, echada en el diván, escuchando los carraspeos de mi psicoanalista, pendiente de sus intervenciones y de mis lapsus es probablmente el único lugar donde hablo. Describo las sesnsaciones, los olores, la experiencia de la música, mis sentimientos y mis debilidades. Descifro mis puntos débiles. Encuentro los puntos fuertes, los puntos de inflexión. Los puntos que se conectan, los que nunca lo hicieron y los que no pensé tendrían relación.
Así, después de hablar en análisis, encuentro que el mu es esa precipitación de emociones cuando me acerco -sola o no- a una pista de baile. Una vocecita en algún sitio susurra ese "no lo estás haciendo bien", y con eso viene el miedo.
Me han dicho que no me definen las personas que no me han amado. Y, probablemente, tampoco las que lo han hecho.
Todavía estoy aprendiendo que la única opinión que importa sobre mí es la mía, y que la responsabilidad de construirla, en actos y actitudes, es únicamente mía.

El mu es, más que un mecanismo de defensa, una expresión de autosaboteo. El mu es cuando permito que las palabras de otros sobre mí, me definan, me aplasten. Pero lo más triste, es que el mu ha sido la apropiación de esos juicios.





No obstante, poco a poco voy desarrollando caminos para combatirlo: bailar rumba fue una de las primeras. Desafiar esos prejuicios por mi cuerpo y mis movimientos, eliminarlos a medida que aprendí a mover la cadera y los brazos, a soltarme. Seguir bailando swing y salsa, y dejarme ir. Cerrar los oídos a esas voces que me nublan la cabeza y hacen que me tropiece con mis propios pies.
Dejar la espectroscopía para dedicarme a la microfluídica y la neurología: algo completamente nuevo y desconocido para mí. Aceptar un reto y todo el proceso que conlleva. Quedarme.
Ignoré el mu todas y cada una de las veces que me atreví a acercarme. Lo situé en otra parte del universo, y de mi misma, el día que me animé a leer un poema en público. Porque hubo una voz, por encima de todas las demás, que bastó para convencer a la mía de decir las cosas que importan.

No digo que tengo la razón sobre todas las cosas. A veces, no se trata de tener razón. Se trata de reconocer quién es el otro, y qué es lo que lo hace. Cuando trato de hacer el ejercicio de hablar, encuentro algo curioso: la gente exige comunicación, que las cosas sean dichas, pero, cuando se las dicen, la primer reacción es la defensa, o el ataque. Realmente no practicamos el dejar al otro hablar. Tampoco escuchamos.

Eso me gusta de ir a análisis. He aprendido mucho sobre escuchar, y hablar. Intento ponerlo en práctica en mis relaciones. Y antes de responder, pienso en mi madre.
A veces creemos que entendemos algo porque hemos recorrido un camino más largo que el otro, aunque en realidad, solamente ha sido un camino distinto. Lo bonito es compartir los aprendizajes de ese camino, las experiencias que no han llevado a ser quienes somos, y cómo somos.

Empecé a entender qué es el mu y combatirlo -curiosamente- porque un día, alguien me dio la oportunidad de hacer exactamente eso: compartir lo que es verdad en mí. No hubo juicios, no hubo reprobación. No hubo indicaciones ni palabras tajantes. Hubo un espacio en el tiempo, una hoja en blanco que llenar como yo quise.
El mu son los prejuicios que tengo sobre mí misma, y que me cuesta, después de tantos años, deshacer.
El mu soy yo, incapaz de defenderme. Opto por asumir, simplemente, que lo que dicen de mí es verdad, y por tanto, debo actuar en consecuencia.








[El mu nunca está una vez que empiezo a bailar swing o salsa y ya no hay quien me pare. El mu nunca está cuando escribo, dejando fluir el océano que hay mi. El mu no está en el espacio entre las olas y la distancia de la orilla a lo más profundo del océano; no está en los ronroneos de mis gatos, en los escombros y los cimientos de mis experimentos; no está en la risa compartida, en el llanto seguro, en las cosas leídas en voz baja y en voz alta; el mu no está en mis actos de solidaridad, en abrazar, en besar; el mu no está cuando encuentro sus ojos y busco su mano, en las cartas escritas; el mu no está en las horas de espera y en los silencios. No está cuando me vulnero, cuando abro mi mente, mis latidos, mis manos, mis ojos. ]

“The eyes of others our prisons; 

their thoughts our cages.”

Virginia Woolf


sábado, 14 de enero de 2017

¿Es un gran cepillo de dientes... o sólo un cepillo de dientes?

Ante cualquier clase de rompimiento hay una serie de ceremonias que uno debe llevar a cabo para poder sanar. Estas ceremonias tienen como objeto llenar huecos de la ausencia, aminorar el dolor y fomentar un proceso de despedida, un duelo que uno tiene que elaborar.
Pero allí estaba ese estúpido cepillo de dientes: haciéndole la vida difícil, guardado en su bolsa de maquillaje, resguardado en el baño.
Tenía muy claro cómo juntar sus calcetines, los lentes de sol, el chaleco que le había prestado e incluso un porta-vasos que le había traído de Irlanda. Todo estaba ya en un mismo lugar, listo para ser devuelto a su dueño.

Aún no tiro tu cepillo de dientes.

Nudo en la garganta, nudos en el estómagos. Nudos en la cabeza.

Yo tampoco.

Hay algo muy curioso en esos objetos que dejamos ocupen un lugar en nuestra vida. Un cepillo de dientes representa todas las noches en que se quedó contigo, en que te quedaste con él. También era parte de una ceremonia: porque te lavabas los dientes antes de darle el beso de los buenos días. Era azul, uno de tus colores favoritos, y pensaste en recuperarlo - pedírselo de vuelta - porque era un buen cepillo, y podías aprovecharlo para otro lugar.

Vas a buscar su cepillo de dientes - que es verde - al baño, y de pronto caen sobre ti todos los recuerdos, toda la nostalgia, ambos inmisericordes. Despiadados, no dejan de darte punzadas y retortijones en el estómago y el corazón.
Una mañana te levantaste a buscarlo en el sillón donde solía dormir cuando se quedaba aquí: pero él no estaba. Te acostaste a llorar su ausencia, la falta de sus brazos, en los que llegaste a refugiarte los últimos días, cuando empezó a quedarse un poco más. Hasta que fueras a acostarte un ratito con él.
Es muy difícil hacerse a la idea de que no volverás a dormir con alguien. Puede que para ti sea lo más complicado de aceptar.

Aquí está el cepillo de dientes. Lo miras. Podrías tirarlo a la basura - lo cual parece muy violento -, utilizarlo para limpiar otras cosas. Pero no parece muy justo. Sacarlo de su contexto no parece lo más correcto ni lo más lógico.
Es como si ese cepillo de dientes tuviera un pedacito de él: uno mucho más grande y significativo que los lentes de sol, el chaleco o los calcetines. Todo eso era prestado.
El cepillo representa una esperanza, un lugar, una espera. Una posibilidad.
El cepillo de dientes es casi una parte de él: a la que le abriste las puertas de tu casa, de tu cuarto, para dejarlo escabullirse entre tus sábanas, entre tus piernas, y - a la larga - en tu mente y tu corazón. Le diste un cepillo de dientes como parte de las comodidades que cualquier persona civilizada debería tener en su casa.

Pero esta ya no es su casa. Él no quiso que lo fuera. Ya no volverá a dormir en el sillón, a sentarse a tomar café o una cerveza, a practicar pasos de swing sobre la duela, o a ayudar con algo que haya que hacer en la comida.
Le abriste las puertas de tu casa y se la ofreciste como parte de todo lo que tenías. Recuerdas su fiesta de cumpleaños, los pasos de baile sobre la duela, hacer el amor sobre el sillón (el estúpido sillón), silenciosamente. Recuerdas la única vez que durmió en tu cama, con las cortinas corridas y la luz cayendo sobre ambos, hasta que llegó la mañana y tú no querías salir nunca de allí.
Lo mismo pasaba cuando estabas en la suya.

Excepto para lavarte los dientes, y poder besarlo.

Regresarle el cepillo es sólo una ceremonia más. Te preguntas qué puede decir eso: ¿ya no eres bienvenido en mi casa? ¿ya no habrá una segunda oportunidad? ¿déjame en paz y llévate todo de ti?
Cortar de tajo no es agradable, pero es necesario y lo sabes.
¿Para qué quieres su cepillo de dientes? ¿qué va a hacer ahí en tu baño?

Él no volverá a usarlo allí.

Inevitablemente te preguntas ¿qué hará él con tu cepillo de dientes?
¿A caso importa?
Él te echó de su casa. Un día decidió que ya no quería compartir su cama, su chambrita, su mesa, su jardín, su familia.
¿Qué hace un cepillo de dientes para ti en su casa todavía?

Para cuando te das cuenta, todas las preguntas han pasado por tu cabeza, sin respuesta alguna, pero el cepillo de dientes ya está en el mismo bolsillo del chaleco que sus calcetines.
No lo haces para herirlo, o por una mala razón. Es cuestión de practicidad: no tiene ninguna utilidad aquí, en tu baño. Podría aprovecharlo para otro lugar.
Otra casa.
Para besar a alguien más con los dientes limpios.

La ceremonia del adiós está llena de actos simbólicos. Algunos no requieren de explicaciones, y otros son demasiados personales como para que el otro los entienda. Dejando de lado la lógica y la consideración - que, maldita sea, aún le tienes -, sabes que entregarle su cepillo de dientes quiere decir algo.

(¿Adiós? y cuida esa sonrisa).

domingo, 12 de abril de 2015

Big girls cry


Soy la niña que Tristán dejó bailando en un cuarto, incompleta, despintada. Con las rodillas raspadas y el cabello todavía largo.
Soy la adolescente que Alexei dejó creyendo que el amor era más fuerte que cualquiera otra cosa. Que la libertad de amar no es menos sagrada que la de pensar. Me dejó siendo plena luz encontrándole sentido a las rotaciones que eventualmente me llevarían a un estado definitivo y absoluto de polarización. Me dejó en el espantoso camino de crecer, luchando contra mi misma y los demás, queriendo incendiar mi alma y detener el mundo para bajarme.
Soy la mujer que Argel sujetó con todas sus fuerzas para mantener sus pedazos unidos. Rescató mi risa del fondo de mis escombros. Esperanzada, madreada, absolutamente decepcionada. Me ayudó a volver a subir a mi cuerda floja para salir adelante.
Soy la mujer que encontró en el swing la forma de improvisar en tiempos y situaciones atroces. Que se encontró a sí misma y a todo lo que le importa en sus triple-step.

Soy la mujer que se enamora de los hombres que la hacen reír porque mi hermano - el primer amor de mi vida - siempre lo hace.

Tengo el corazón roto. Rotorotorotoroto. He estado intentando parcharlo de todas las maneras posibles, algunas menos adecuadas que otras. Pero, estando allí parada, o corriendo como loca, desesperada por ser amada una vez más, por que alguien se deje amar por mí, me di cuenta de que quizás - probable, seguramente - no estoy lista. Perdí mi corazón, o mi corazón perdió su casa. El ansia fiera en mi manera de querer no es tolerable para otras personas. La mayoría de los hombres le tienen miedo a la intensidad de mi entrega, a la pasión que pongo en cada acción, en cada palabra. Pero yo no tengo miedo a entregar, pedazo a pedazo, todo lo que soy, todo lo que tengo. Y no tenerlo miedo a eso es, a la vez, maravilloso y terriblemente peligroso. No tengo miedo a correr, a saltar, a arriesgarlo absolutamente todo.

Y es que, nadie me dijo que cuando el amor se acaba es como morir. Todavía no he terminado de morirme. Lo supe el otro día en que tuve un sueño. Yo corría por toda la facultad, buscando a C. Lo escuchaba tocar la guitarra, por allí, en alguna parte. En el camino me encontraba la caja de gises de colores que le di, un pedazo de su mechón blanco. El sueño era en blanco y negro. Pero también encontré el timbre de mi bicicleta que le di a A., el llavero de pajarito que le regalé a A., sobres de té vacíos, la edición de cien años de soledad que le di a F; perritos de papel que también le di a A. A medida que seguía hallando cosas, algo se iba deshaciendo dentro de mí, como desarmándose. Todos los espacios vacíos en mi interior vibraron, encontrando frecuencias de resonancia.
Dejé de escuchar. Me desperté, dentro del sueño, y estiré la mano hacia el otro lado de la cama. Sólo encontré una hoja de papel.
Me desperté. El agujero negro dentro de mí se hizo enorme y todo el universo tembló. Jamás me sentí tan totalmente desesperanzada, destrozada.

En la primera sesión del taller de creación literaria el profesor me preguntó qué escribía. Todos se rieron cuando dije que, en los últimos años, mi producción literaria se ha visto reducida, en mayor medida, a cartas de amor.
Gran parte de la vida se me ha ido en ellas. No debo , no puedo, seguir entregando pedazos de mí así, intervalos de mi alma y mi corazón. Aunque la nostalgia por el amor (por ser amada, por amar a alguien) me devore, hay una carta que no he escrito y debo escribir. No puedo retrasarlo por más tiempo. El abismo ha mirado dentro de mí y, pese a haber encontrado tanta luz, sabe que está en peligro de extinguirse.
El dolor ha podido conmigo. Me ha gastado, debilitado. Se ha comido tiritas de mi esperanza y mi seguridad. Sin embargo, me siento más valiente que nunca. Ahora comprendo el valor de cuidar a los demás. Pero tengo miedo de no entender que, así mismo, debo cuidarme a mi misma.

Piensa en ti dijo M. El mundo giró para el otro lado y me caí de la cuerda.
Eso es algo que hace tiempo no hago.
Porque estuve demasiado preocupada por que el corazón de A no se rompiera; porque Alex no se sintiera solo, por que se supiera querido; porque J. dibujara y se atreviera a querer otra vez; por que C. estuviera bien; por que A. se supiera amado, y no tuviera miedo de abrir su conchita no para los demás, si no para sí mismo.
Pero no me preocupé por mi espectrómetro, por mi telescopio, por mi greca de plata, mis ganas de escribir cuentos sobre ecos fotónicos y elezetómetros. Perdí de vista que siempre quise irme a estudiar a Alemania o a Inglaterra, que mi amor por la física es más grande que cualquier otra cosa.

Perdí a la niña del cabello largo que se hacía trenzas, pero no para evitar que la tristeza se la fuera a la cabeza. Perdí a la adolescente que se sentía más segura que nadie en el universo. Perdí a la mujer que corrió descalza por Miguel Ángel de Quevedo, que se sentaba afuera de las escaleras del instituo de matemáticas a esperar, que salía corriendo a la mitad de las clases para sorprender; que intentó bailar y soltarse por dar algo que no tenía. Pero también a la mujer que baila, que escribe, que trabaja, que estudia, que cocina, que se entrega.

Algo se está muriendo dentro de mí. No quiero dejarlo morir, pero es la ley de la selva. Morir también es ley de vida.

Mi corazón va a sanar. Pero el proceso va a ser mucho más doloroso y difícil de lo que pensé en un principio.

Y yo, que soy una chica grande, lloro. Lloro por esa muerte, que no esperaba sentir. Lloro por la parte del hilito de mi vida que se quedó hecha un nudo. Lloro mi duelo por la Majo que va a morir.
Las chicas grandes, y valientes, lloramos hasta que se nos deshacen los nudos en la garganta. Hasta que, paradojicamente, recuperamos fuerza de la deshidratación. Recuperamos calma y serenidad.

Yo no soy fuerte. Soy una chica grande que llora. No necesito ser fuerte.

Seré valiente. Y nada más.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Pero

Ah ya... entiendo. Es para la tesis supongo.
Mañana me cuentas. No te preocupes demasiado. No le perteneces a nadie.
Pero por un instante, te pertenecí a ti.
Y al juzgar por todo lo que sueño últimamente, parece que todavía es así.


lunes, 21 de julio de 2014

En una bolsa negra

"Dejé tus cosas. Están en una bolsa negra".

A fin de cuentas
la vida también acaba
en una bolsa negra.

La unidad
"toda una vida"
se acaba más rápido
que treinta segundos en caída libre,
o que cincuenta, en un tiro parabólico.

A mi también me metió en una bolsa negra.
Me dejó a la deriva, con un pedazo del hilo
con un cepillo de dientes
y boletos viejos de cine
que no sé a quién le sirven
si de todas maneras
lo metió todo en una bolsa negra,
para dejarla en la esquina.

(o en un rincón de su cuarto,
uno al que ya nunca irá).

No hay probabilidad cero ni probabilidad uno,
la mecánica cuántica me pide llorar;
"Debo tener algo, ya ves que soy medio raro"
Y no puedo encontrar en un diccionario la expresión
"Ya no me siento enamorado"
Google tampoco parece saber,
sólo la bolsa negra se tilda de absoluta.

Hubiera querido poder entregarme por completo

Pero había que evitar
el destino de la bolsa negra.
Tantos verbos, tantos no lo sé;
Lo que pasó entre nosotros no fue mentira

(entonces, ¿por qué la bolsa negra es lo único que me parece verdad?) 

domingo, 14 de julio de 2013

El acto de llorar.

En las Islas de Verano, según cuenta George R. R. Martin en su cuarto libro de Juego de tronos, la muerte se celebra con la vida. Así, para llorar, sus habitantes hacen el amor.

Deberíamos llorar así más seguido.
Así deberíamos llorar la muerte.


sábado, 2 de marzo de 2013

Sweet nothing


A pesar de la identificación entre la entropía y el desorden, hay muchas transiciones de fase en la que emerge una fase ordenada y al mismo tiempo, la entropía aumenta. En este artículo se muestra que esta paradoja se resuelve haciendo una interpretación literal de la famosa ecuación de Boltzmann S = k log W. Podemos verlo en la segregación de una mezcla tipo coloide, por ejemplo cuando el agua y aceite tienden a separarse. También en la cristalización de esferas duras: cuando agitamos naranjas en un cesto, éstas se ordenan de forma espontánea. De estos casos se deduce el concepto de fuerza entrópica o interacción, muy útil en la ciencia de polímeros o ciencia coloidal

Ya es de mañana Señorita Entropía: veo el sol que quiere asomarse por entre tu cabello cuyas puntas fuiste regando ayer por el camino. Este es un duelo contra el que no debes luchar, sólo dejar que te invada como el aire, que te rompa por completo. Luego decide cómo construirte. 
Deja de arrancarte la piel de los labios y déjate en paz los tobillos. Dicen que amar te separa de los demás y tú debes aceptar este éxodo, este destierro y replantearte las matemáticas: hoy, uno y uno no son uno. Son conjuntos ajenos, disjuntos, inconexos. Ya le salieron hojas verdes de nuevo al árbol fuera de tu balcón señorita Entropía y tú sigues enmarañándote la cabeza con los pétalos imaginarios de un tulipán y las promesas de una margarita. Ya pasó el invierno y debes florecer; deja de arrancar las hojas de tus poemas. Ponte a escuchar música con tus grandes audífonos para que no te dé frío en las orejas y tampoco en el cuerpo cuando vuelvas a bailar. Deja de contorsionar ficciones entre los márgenes de tus apuntes, de hacer grullas y perderlas en la inmensidad de los agujeros negros de tu vida. Deja de tragarte los gritos que vienen desde la punta de tus pies y deberían hacer que te duelan los dientes y la garganta. Llora señorita Entropía, pero no tengas deseos de morirte a las tres de la madrugada. Quédate pero no te cuentes los moretones ni dejes de girar. Siempre vas a caer, el suelo siempre va a estar ahí, así que mejor nos vamos acostumbrando. No se ha perdido todo lo que te encarna, este es sólo otro silencio que puedes combatir con el piano, una hoja en blanco para la que te dieron tinta y crayolas. 
Ríete señorita Entropía, no porque te veas más bonita que llorando, sino porque si la vida no te da paz, dásela tu a ella. El cuervo vino y también la muerte, con la esperanza oculta en esquinas de noche y en el sombrero del gato. En lugar de intentar enseñarte a hacer aviones de papel, el amor de tu vida te enseñó a hacer helicópteros, ¿qué hacemos si nos dan un camino? Dibujamos atajos. 

La valentía no se trata de no tener miedo. El amor no se trata de "nunca tener que decir lo siento". 

Yo soy irreversible. Soy desorden. Soy micro estados y probabilidades. 
Pero nunca seré yo la que huya y se esconda.

domingo, 24 de febrero de 2013

Heart skipped a beat

No es mi costumbre recuperar los latidos perdidos en la secuencia de mis ciclos cardíacos al presentarse un sobresalto. El estupor, el temblor. Una mirada, sonrisa ajena, que se lo lleva, haciéndome añicos el pulso.

Pero la verdad es que sentí ganas de regresarte el favor. De hacerte mi fenómeno estetoacústico favorito.

Algo en ti me pidió que te robara uno también.

Srita. Entropía ~



martes, 18 de diciembre de 2012

La mujer de las garzas



La mujer de las garzas - aunque no eran propiamente garzas - le robaba intermedios a sus días, ya fuera durante sus clases o antes de ir a dormir, para dejar sus manos llenas de tinta y acuarela y las puntas de sus dedos tatuados con los dobleces que de pronto hacía ya mecánica e inconscientemente. Dicho apodo se lo otorgó un compañero de su clase de astrofísica, al advertir que, en vez de prestar atención a las peculiaridades de una estrella, ella se dedicaba a hacer grullas con las hojas de sus exámenes o las de viejos apuntes.
Acumulaba las grullas en una caja, aunque muchas veces podían encontrarse también en el fondo de su bolsa o escondidas entre las páginas de su carpeta, dentro de su estuche o asomándose sobre los muebles. Algunas desafortunadas caían en las garras de sus gatos y terminaban ahogándose en un plato de agua, o al borde del abismo del balcón con agujeros en las alas.
Ese día él supo que había sido ella la que colgó en su puerta las últimas 99, decoradas y atadas a manera de móvil, y salió a buscarla. Cuando la encontró, sus miradas se enfrentaron, sujetándose contra el vértigo que ya se los había tragado y que, ella esperaba, seguiría tragándoselos.
Fue ese mismo vértigo el que la llevó a correr descalza sobre las piedras, la tierra húmeda y seca, y el pasto de una calle cerca de Miguel Ángel de Quevedo, bajo la mirada de los dioses - viejos y antiguos, o quizás del único - hasta llegar al puente donde había entregado su corazón y donde ahora entregaba su propio deseo de vivir y el de que todos vivieran.
Se arrodilló mientras hablaba, ya no en un susurro, sino con voz segura. Terminó la última grulla y la estrechó contra su pecho, "pues este es mi deseo".
Su segundo deseo fue convertirse en grulla, garza, golondrina y volar muy muy lejos. Mientras la tarde descendía los escalones del cielo, se subió al puente para dejar la grulla sobre la rama de un árbol, y aunque sabía que no pasaría mucho para que se cayera, deseó que conociera las estrellas y los ojos de Dios, pues la esperanza no queda oculta para quien sabe verla.
Así, por todas las cosas que realmente importan, dejó el puente y dos nombres escritos cono rojo sobre la piedra. Deseó que la muerte, el sueño, Dios, la luna, la vida y el sol la vieran con sus pies descalzos, que declaraban que, sin importar lo arduo o difícil del camino, ella lo recorrería.
Y es que, con el susurro del papel y las armonía de los colores, ella sólo pensó en regalares esperanza, aún si ellos no creían en los extraños mecanismos que la impulsaron a comenzar las grullas. Y aunque en el fondo tal vez ella fuese la única que esperaría a ver su deseo cumplido, no obstante, esperaría.

Srita. Entropía ~
[Pide un deseo conmigo]



domingo, 30 de septiembre de 2012

Contorsiónenme el alma para dejar de sentir el corazón


[Me rompió el corazón]

Ya va a terminar septiembre. No quiero despertar.
Dejé a la lluvia colarse en mi cuarto para que ocupara el espacio vacío que dejaste en mi cama. Tengo miedo de levantarme y que mis pies se llenen de la espuma del océano de la duda. Tengo miedo de ahogarme, de olvidar cómo nadar. De que de pronto la voz dentro de mi que recita el "sana, sana" un día se calle y entonces me dé por vencida, como tú.
Sólo yo. Sólo yo estoy oscura. Sólo me queda esa luna.

Srita. Entropía |«
[You can sing me anything]

domingo, 4 de marzo de 2012

»|La sorpresa nos encontró...



...Y estábamos desnudos del alma, de las manos, del corazón y los pies. Paralelos, absolutos, definitivos. Declinando los puntos suspensivos, abusando del sístole-diástole, sístolediástole. Eternizando momentos, preparándonos para saltar. Fantaseando con sucesiones e infinitos, la curvatura del círculo, para siempre y nunca jamás.
Tuve miedo de dudar, de que soñaras con ventanas y quisieras hacer paréntesis entre nubes antes que tomarme de la mano. Supe que los incendios que llevo en el alma, junto con los espacios vacíos, te hicieron estremecer, correr unos centímetros. Pero de nuevo, las manecillas de nuestros relojes tararearon y volviste a asomarte entre mis clavículas, para ver si podíamos crear algo juntos. No sé si una vida, un desacierto, un destino o una teoría. Por mi parte, no estaba segura de querer que todas tus palabras existieran, tampoco las luces de los faroles que te llevan a casa, dejándome notas que, irremediablemente, tendrían que bastar para aguantar tu ausencia.
Queríamos evaporarnos, reírnos, vivirnos hasta que los adjetivos no fueran suficientes y tuviéramos que aprender otros idiomas para explicarnos lo que sentimos. Sobra mencionar instantes, inviernos, movimientos que nos tatuaríamos en la piel de la mente, para recorrerla con escalofríos cuando llueva en las madrugadas. Mirarnos para hurgar en nuestros recuerdos sin ir tropezándonos con arrepentimientos, u obligarnos a rascar cicatrices.
Estábamos escondidos, susurrándonos para quebrar límites, para encontrarnos. Y no nos esperábamos los impulsos, la función exponencial que se nos quedó a manera de sonrisa para toda la vida.
Tus dedos me tomaron por sorpresa. Una temporada sin fuerza de gravedad, un abismo para saltar sin paracaídas y binomios con nuestros nombres para desarrollar se presentaron cuando creíamos, como los científicos, que nada de eso existía.

Srita. Etropía ~
["Te espero escondida para que me encuentres"]