domingo, 12 de abril de 2015

Big girls cry


Soy la niña que Tristán dejó bailando en un cuarto, incompleta, despintada. Con las rodillas raspadas y el cabello todavía largo.
Soy la adolescente que Alexei dejó creyendo que el amor era más fuerte que cualquiera otra cosa. Que la libertad de amar no es menos sagrada que la de pensar. Me dejó siendo plena luz encontrándole sentido a las rotaciones que eventualmente me llevarían a un estado definitivo y absoluto de polarización. Me dejó en el espantoso camino de crecer, luchando contra mi misma y los demás, queriendo incendiar mi alma y detener el mundo para bajarme.
Soy la mujer que Argel sujetó con todas sus fuerzas para mantener sus pedazos unidos. Rescató mi risa del fondo de mis escombros. Esperanzada, madreada, absolutamente decepcionada. Me ayudó a volver a subir a mi cuerda floja para salir adelante.
Soy la mujer que encontró en el swing la forma de improvisar en tiempos y situaciones atroces. Que se encontró a sí misma y a todo lo que le importa en sus triple-step.

Soy la mujer que se enamora de los hombres que la hacen reír porque mi hermano - el primer amor de mi vida - siempre lo hace.

Tengo el corazón roto. Rotorotorotoroto. He estado intentando parcharlo de todas las maneras posibles, algunas menos adecuadas que otras. Pero, estando allí parada, o corriendo como loca, desesperada por ser amada una vez más, por que alguien se deje amar por mí, me di cuenta de que quizás - probable, seguramente - no estoy lista. Perdí mi corazón, o mi corazón perdió su casa. El ansia fiera en mi manera de querer no es tolerable para otras personas. La mayoría de los hombres le tienen miedo a la intensidad de mi entrega, a la pasión que pongo en cada acción, en cada palabra. Pero yo no tengo miedo a entregar, pedazo a pedazo, todo lo que soy, todo lo que tengo. Y no tenerlo miedo a eso es, a la vez, maravilloso y terriblemente peligroso. No tengo miedo a correr, a saltar, a arriesgarlo absolutamente todo.

Y es que, nadie me dijo que cuando el amor se acaba es como morir. Todavía no he terminado de morirme. Lo supe el otro día en que tuve un sueño. Yo corría por toda la facultad, buscando a C. Lo escuchaba tocar la guitarra, por allí, en alguna parte. En el camino me encontraba la caja de gises de colores que le di, un pedazo de su mechón blanco. El sueño era en blanco y negro. Pero también encontré el timbre de mi bicicleta que le di a A., el llavero de pajarito que le regalé a A., sobres de té vacíos, la edición de cien años de soledad que le di a F; perritos de papel que también le di a A. A medida que seguía hallando cosas, algo se iba deshaciendo dentro de mí, como desarmándose. Todos los espacios vacíos en mi interior vibraron, encontrando frecuencias de resonancia.
Dejé de escuchar. Me desperté, dentro del sueño, y estiré la mano hacia el otro lado de la cama. Sólo encontré una hoja de papel.
Me desperté. El agujero negro dentro de mí se hizo enorme y todo el universo tembló. Jamás me sentí tan totalmente desesperanzada, destrozada.

En la primera sesión del taller de creación literaria el profesor me preguntó qué escribía. Todos se rieron cuando dije que, en los últimos años, mi producción literaria se ha visto reducida, en mayor medida, a cartas de amor.
Gran parte de la vida se me ha ido en ellas. No debo , no puedo, seguir entregando pedazos de mí así, intervalos de mi alma y mi corazón. Aunque la nostalgia por el amor (por ser amada, por amar a alguien) me devore, hay una carta que no he escrito y debo escribir. No puedo retrasarlo por más tiempo. El abismo ha mirado dentro de mí y, pese a haber encontrado tanta luz, sabe que está en peligro de extinguirse.
El dolor ha podido conmigo. Me ha gastado, debilitado. Se ha comido tiritas de mi esperanza y mi seguridad. Sin embargo, me siento más valiente que nunca. Ahora comprendo el valor de cuidar a los demás. Pero tengo miedo de no entender que, así mismo, debo cuidarme a mi misma.

Piensa en ti dijo M. El mundo giró para el otro lado y me caí de la cuerda.
Eso es algo que hace tiempo no hago.
Porque estuve demasiado preocupada por que el corazón de A no se rompiera; porque Alex no se sintiera solo, por que se supiera querido; porque J. dibujara y se atreviera a querer otra vez; por que C. estuviera bien; por que A. se supiera amado, y no tuviera miedo de abrir su conchita no para los demás, si no para sí mismo.
Pero no me preocupé por mi espectrómetro, por mi telescopio, por mi greca de plata, mis ganas de escribir cuentos sobre ecos fotónicos y elezetómetros. Perdí de vista que siempre quise irme a estudiar a Alemania o a Inglaterra, que mi amor por la física es más grande que cualquier otra cosa.

Perdí a la niña del cabello largo que se hacía trenzas, pero no para evitar que la tristeza se la fuera a la cabeza. Perdí a la adolescente que se sentía más segura que nadie en el universo. Perdí a la mujer que corrió descalza por Miguel Ángel de Quevedo, que se sentaba afuera de las escaleras del instituo de matemáticas a esperar, que salía corriendo a la mitad de las clases para sorprender; que intentó bailar y soltarse por dar algo que no tenía. Pero también a la mujer que baila, que escribe, que trabaja, que estudia, que cocina, que se entrega.

Algo se está muriendo dentro de mí. No quiero dejarlo morir, pero es la ley de la selva. Morir también es ley de vida.

Mi corazón va a sanar. Pero el proceso va a ser mucho más doloroso y difícil de lo que pensé en un principio.

Y yo, que soy una chica grande, lloro. Lloro por esa muerte, que no esperaba sentir. Lloro por la parte del hilito de mi vida que se quedó hecha un nudo. Lloro mi duelo por la Majo que va a morir.
Las chicas grandes, y valientes, lloramos hasta que se nos deshacen los nudos en la garganta. Hasta que, paradojicamente, recuperamos fuerza de la deshidratación. Recuperamos calma y serenidad.

Yo no soy fuerte. Soy una chica grande que llora. No necesito ser fuerte.

Seré valiente. Y nada más.

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