jueves, 16 de febrero de 2017

16 de febrero (2:16)

Son las 14:16 del 16 de febrero del 2017. María José acaba de tararear una canción del Chetes ("16 de febrero del 2006, hace un mes, hace un año..."). Estamos en un café en la calle de Durango (La Otilia, una panadería gluten-free).
María José estudia noruego y yo intento armar mi presentación para la defensa de mi examen de la licenciatura en física. Hace rato fumamos un cigarro, nos tomamos unos jugos. Ella comió chilaquiles y yo me estoy tomando un frappé amargo.

María José se irá en abril a Noruega. En tres días sus prospectos no le han hecho mucho caso. Sigue con la ilusión de volver a ver al Irlandés. Estudia Noruego, hace pasteles. Intenta terminar su tesis.
Yo tengo el corazón roto. Estoy yendo al psicoanalista para arreglar el desorden que llevo en mí. A veces encuentro la valentía para enfrentar esta situación, a veces no. Estoy intentando hacer lo que hace falta para entrar al doctorado en ciencias biomédicas. Hoy, más tarde, veré a mis compañeros de la coreografía para practicar lo que hemos aprendido en la clase de rumba.

María José hace cara de angustia e insiste en que no entiende. Mi estómago ruge porque ya tengo hambre.

Nos preguntamos en dónde estaremos en un año.
(En diez, en treinta).

Esperamos que la respuesta no sea peor.

domingo, 12 de febrero de 2017

Dance, dance (otherwise, you'll be lost)

Conocí a una chica que le gustaba bailar. Aprendió un poquito de salsa en línea, un tantito de salsa cubana. Movía las caderas y balanceaba los pies como veía que otros lo hacían.
Disfrutaba mucho bailar con sus amigos. No le importaba que no supiera hacerlo demasiado bien.
Pero un día lo conoció. Cayó en su hechizo desde aquel día en que le dio una vuelta mientras le decía "esta vuelta se llama el beso", para después dejar uno sobre su mejilla.
"No sé por qué" le dijo.

Vi a esa misma chica disfrutar de bailar con él, esforzarse por hacerlo tan rápido como él; por generar una conexión para entender lo que le pedía, pese a que no supiera bailar salsa cubana. La vi reír y emocionarse, imitarlo.
Los vi apasionándose por el swing, cuando empezaron a ir a clases juntos. Era algo nuevo para ambos: procuraban ir a todos los sociales y practicar, imitando a los demás, a los pro. Los vi soñando con un día poder hacer esos giros espectaculares y los juegos de pies. Sobre todo, los vi riendo.
Los encontré disfrutando en un bar del centro, El otro río, y el día que este estuvo demasiado lleno, puliendo la pista en La nueva Colomba.

Pero un día, algo sucedió. Él dijo "yo bailo para divertirme, no para corregir a nadie". 
Después de eso, vi a esta muchacha ir a clases de baile. Vencer toda su timidez y su inseguridad en los calentamientos, intentando seguir el paso, descubriendo el movimiento de sus caderas y de sus hombros. La vi entusiasmarse en su clase, avanzar, esforzarse. La vi feliz.
Luego, un día, supe que se había animado a participar en una coreografía. Quería practicar más pero, sobre todo, quería demostrarle a él lo mucho que tenía ganas de aprender a bailar salsa cubana para que él se divirtiera bailando con ella.

Algunos días, la vi bailando Charleston con los ojos cerrados, reencontrando la alegría en un triple-step. Él ya no iba a bailar swing con ella.

Una noche volví a verlos bailar. Algo había sucedido: ya no había la conexión. Sólo había gestos de incomodidad, de angustia, de disgusto. Los encontré en un concierto sin mirarse a los ojos: él perdía la mirada donde fuera y ella, cuando se cansaba de buscarle los ojos, miraba sus pies.
Otras veces, los veía en fiestas. Ella sentada, mirándolo bailar con otras muchachas. Con una sonrisa en la cara, pero con el corazón evenenado de tristeza, porque sabía que él nunca iba a sentir eso que sentía con L., con L. y sabrá el cosmos quién más. La vi por allá en Texcoco, aguantándose las ganas de rendirse. La vi esperándolo, practicando su mambo y otros juegos de pies. La vi intentando imitar la sensualidad de otras mujeres, tratando de soltarse cuando bailaba con él.

La vi hacerse muy muy pequeña cuando él perdía la paciencia. Lo vi diciéndole que "era cohibida", porque de pronto dejó de poner atención. Estaba pensando en otras bailarinas, en lugar de ayudarle a descubrir qué clase de bailarina era ella. Estaba pensando en todo a lo que estaba acostumbrado, en lugar de tratar de recordar cómo se divertían bailando antes.

Afortunadamente, otros días la encontré riéndose de sí misma frente al espejo al repasar el rock step. Y un día, uno muy memorable, escuché que alguien le decía "ya estás bailando", después de haber aprendido el tandem.

La última vez que los vi con algo semejante a una "conexión" estaban en la terraza del Tlahuizcalpan. Él mostró la amabilidad y la paciencia de antes: ella, se sintió segura, y hasta se animó a improvisar. Bailaron "Carita de pasaporte". Se rieron, lo disfrutaron.

Nunca más volví a verlos en El otro río, o en la nueva Colomba. Nunca más vi que fueran a bailar solos a otros lugar. El Kiosco de Coyoacán ya no se llenaba de sus pasos de baile.

Hoy, sé que ella ya no quiere volver a bailar con nadie Carita de pasaporte. Me imagino que él ha recuperado gran parte de su soltura y del disfrute que buscaba: espero que baile con chicas con las que se divierta, a las que no tenga que corregir. Esperamos que él haya reencontrado la pasión que perdió, simplemente porque no supo dejarse llevar. Porque no volvió a darles la oportunidad de - aunque fuera, tan solo - divertirse.

A ella la encontré aprendiendo a bailar rumba: a bailar sola. La veo sonreír, pero esta vez, es diferente. Esta vez veo algo diferente en sus pies. Lo veo en sus gestos al bailar swing: ella no está perdida. Está buscándose. Está creando los mapas de si misma con la música.

La encontré una noche en la calle, soltando los brazos, moviendo la cadera, jugando con sus pies, riéndose. La he visto recuperar el deseo de crecer: crecer bailando. Aprender bailando.

La miro en el espejo. Triple step, triple step.

Ahora que se va, lo hará con mambo.