Gracias por lo último. Me despegué del suelo unos segundos.
Ella trae un vestido de pajaritos, las piernas y el corazón al descubierto, sus botas rojas y un collar roto. En el trayecto, es probable que sus dedos hayan encontrado las cicatrices de sus rodillas.
Ella detiene el mundo unos segundos. Lo mira a los ojos, le aparta el cabello de la cara. Dejan de escuchar el tráfico de las calles, el zumbido de los mosquitos que los obligaron a levantarse del pasto más temprano, por la tarde. El sonido del mundo y las frecuencias de la vida se van apagando, desvaneciéndose, mientras todo lo que hay es la fricción entre sus dedos. El electromagnetismo es la fuerza más elemental del universo.
Llevan años mirándose en silencio, adivinándose, contándose historias sobre sus ojos y sus manos, sobre sus anhelos y esperanzas. Sobre sus miedos, sus manías, sus obsesiones.
M. no tiene mucho que ofrecer, pero lo daría todo. Lo perdería todo, como siempre, como nunca.
Tantos años después, y parece que el tiempo realmente no ha pasado, se encuentran. Van a volar como pájaros, aunque nunca antes lo había pensado. Ya se les secaron las lágrimas, se les profundizaron heridas. Ella es agua, una tormenta. Ecos y oleaje, espuma y acantilados. Él es un incendio, cenizas y plasmas, ablación. La ecuación de difusión de su calor lo llena todo.
Ya tienen tardes robadas al futuro, planean instantes y mapas de la carretera, de los itinerarios, de sus fantasmas y sus risas. Develan los días por venir, asumiendo que los escudriñarán juntos.
(Nos queda hacer con la vida lo que queramos de ella. Sonido, ondas electromagnéticas, luz. Pulsada, continua, envolvente, evanescente.)
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