[Al demonio con ustedes muchachos]
Lo supe estando allí encaramada, en las gradas del estadio Azteca. Los testigos de Jehová predicaban guardar el corazón, entregárselo a la persona con quien te cases.
Salvaguarda tu corazón.
Y una mierda.
Bajé como pude, como me lo permitieron los espantosos zapatos planos que traía puestos, con un montón de grullas de papel en una bolsa y me escabullí, perdiéndome en territorio desconocido.
Hice esa y otras muchas cosas por amor.
Lo supe también estando allí sentada, en las escaleras del instituto de matemáticas. Desbordé mi pasión sobre él porque me creí libre de hacerlo. Quizás, al final, eso fue lo que lo devoró, venciéndolo por completo.
Aún así, escribí un mail entregando lo más valioso de mi pequeña y avasalladora persona: la esperanza. Abogué por las cosas buenas, una vez más, y prendí una velita en el fondo de mi esquina más oscura.
Volvería a hacer todo lo que hice por él. Volvería a descalibrar mi mundo por él.
Lo supe acostada sobre el sillón en el cual nos sentábamos a besarnos. Escuché al polvo repetir latidos y quizás dejé un par de pulsaciones entre los pliegues de los cojines. Mis lágrimas se fueron a algún sitio que los físicos no conocemos. Aún así, seguí intentándolo, necia como siempre he sido. Hoy en día, su amor es el más fiel y puro que he sentido. Porque vencimos el miedo.
Supe que yo fui hecha para amar. Para morir también.
Pero no fui hecha para la bolsa negra.
(Romperme el corazón ya no es pretexto. Después de todo, de eso vengo. A eso voy).
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